Por Martín Rappallini, presidente de la Unión Industrial de la Provincia de Buenos Aires.
Días atrás, nos reunimos con representantes de sectores industriales, sindicatos, académicos e integrantes de la política bonaerense con el objetivo de desarrollar un Plan Productivo para la Provincia de Buenos Aires.
Desde UIPBA impulsamos estas medidas porque estamos convencidos que definir objetivos de largo plazo y consensuar un plan para alcanzarlos, evaluando periódicamente los aciertos y los errores, es clave para el éxito de cualquier proyecto. Este modo de encarar los desafíos, tan natural en las sociedades más desarrolladas, es el que debemos abrazar los argentinos si queremos atacar el corazón de nuestros problemas, que ha sido precisamente la inconstancia, la inconsistencia, la oscilación cíclica de nuestra política económica entre dos corrientes marcadamente opuestas, “el péndulo argentino” que tan certeramente describiera Marcelo Diamand hace más de treinta años.
Para salir de ese péndulo autodestructivo, que nos ha hecho perder tiempo y esfuerzo, es imprescindible que los argentinos definamos un plan estratégico, que parta de un estudio sobre las condiciones, situaciones y oportunidades que hoy presenta el mundo, analice paralelamente nuestras propias capacidades y potencialidades, y defina finalmente qué queremos venderle al mundo, y cómo lo lograremos. Esto incluye obviamente estudiar todas nuestras capacidades humanas y productivas, tanto a nivel territorial como sectorial, y es lo único que puede llevarnos –en el largo plazo– a buen puerto.
Es lo que hacen países como Brasil, China, Italia, Estados Unidos. Mirar lo que ocurre en el mundo, analizar las propias fortalezas, y decidir en cada caso si les conviene importar, exportar, proteger, liberar, fomentar o desalentar. Un problema histórico de Argentina es la incapacidad de observar desapasionadamente el contexto internacional, y aplicar a ciegas estrategias de manual, que muchas veces chocaron contra lo que cada situación demandaba. Para colmo, luego de cada fracaso, volvemos a cometer el mismo error metodológico y giramos 180 grados, como si eso fuera a resolver mágicamente los problemas.
Es imprescindible que abandonemos esa lógica. Copiar recetas y aplicarlas a libro cerrado nos ha llevado al desastre económico y social que hoy padecemos. Muchas veces, desde el mundo privado y desde el Estado se habló sobre la necesidad de generar un plan estratégico, pero nunca hemos trabajado seriamente para producirlo. Fue así que pasamos de momentos de apertura comercial extrema, a cerrarnos al mundo y creer que de ese modo solucionaríamos mágicamente los problemas de productividad y competitividad de nuestra economía, sin advertir que esos cambios bruscos (y sin brújula) van destruyendo poco a poco las capacidades productivas de nuestro país.
¿Cómo saber, por ejemplo, qué ramas formativas y universitarias conviene fomentar, si no sabemos cuál será dentro de cinco años el perfil productivo de nuestro país? Lo mismo ocurre a la hora de decidir una inversión: ¿cómo podemos estar seguros de invertir en un rubro o en otro, si no sabemos para qué lado apuntará el péndulo cuando llegue la hora de recoger los frutos?
Tenemos que entender que los extremos son siempre malos, y peor aún es pasar periódicamente de un extremo al otro. Hay sectores con más de 100 años de historia productiva en nuestro país, como el del calzado, que da empleo a treinta mil trabajadores especializados, y alegremente decimos que el sector puede desaparecer, como si eso no representara un drama enorme para el país. Por ello, lo único que puede ayudarnos a crecer sostenida e inteligentemente es un plan estratégico, en cuyo diseño trabajen todos los sectores, para que su resultado sea verdaderamente genuino y luego sea abrazado por todos, sin distinción de miradas e ideologías.